Este cuento recibió una mención especial del jurado en el Concurso Internacional
Abrazando Palabras 2016, organizado por el Instituto Cultural Latinoamericano.
Tarde de lluvia en Mar
del Plata. Frío y lluvia en pleno enero. ¿Quién iba a imaginar un clima así en
esta época del año?
Y después hablan de
calentamiento global, más bien parece que está por llegar otra era del hielo.
En general la gente no
espera mal tiempo cuando va a la playa en verano, todo lo contrario, más bien
tiene la idílica fantasía de vacaciones de ensueño donde el sol, la arena
blanca y la temperatura agradable hacen de los días al borde del mar un momento
de disfrute absoluto y de armonía paradisíaca…
Sin embargo, esta
temporada se había empeñado en complicarle la vida a Susana. ¡Tanto que había
planeado este viaje! ¡Tanto que necesitaba tirarse al sol y pensar en NADA! ¡En
una NADA invasora y total que ocupara todo su
cerebro y le evitara el tormento de enfrentar su vida sin Alfredo.
Alfredo. Sólo mencionar
su nombre le causaba un dolor punzante que le atravesaba el pecho como un
cuchillo al rojo vivo.
¡Alfredo! ¿Por qué tuviste que irte así, de esa forma tan absurda? ¿Te
olvidaste de tu promesa de no morirte antes que yo? ¿Te acordás? Caminábamos
por el parque al atardecer, charlando, riendo, como siempre, aún después de
décadas éramos tan felices y de repente te desplomaste a mi lado tomándote el
pecho con las manos ¿Un infarto? ¡Imposible! Acababas de hacerte un chequeo y
derrochabas salud.
—Alfredo, ¿qué te pasa? ¿Qué es ese
río de sangre que corre entre tus dedos? ¡No! ¡No podés morirte! ¡Díganme que
no es cierto, que es una broma de mal gusto!... ¡No es posible! ¡Noooo!
Pero Alfredo estaba irremisiblemente muerto.
En un balcón cercano una
pareja había estado discutiendo acaloradamente, el hombre sacó un arma,
forcejearon y el disparo que se escapó sin herirlos terminó en el corazón de
Alfredo. Al mismo tiempo una nube negra envuelve la mente de Susana y la aísla
de esa desesperación desgarrante, de la realidad que se niega a aceptar.
¿Cuánto tiempo pasó
internada, atiborrada de calmantes que la ayudaban a no pensar? Meses. Largos,
interminables y dolorosos meses. De tanto en tanto alguna voz lograba atravesar
la niebla que le envolvía la mente con algunas palabras sin sentido: “La vida
continúa” “Pensá en tu hijo” “Ya tendrás nietos que van a traerte alegría”…
¿Mi hijo? Sí, claro, Ricardo, lo quiero mucho, sí, pero no remplaza al
hombre de mi vida, a mi Alfredo. Con él lo compartía todo, nuestra complicidad
era la envidia de muchos, nos amábamos, nos comprendíamos. Mi hijo nunca podría
ocupar su lugar ¿De qué me están hablando? ¿No entienden que ningún nieto va a
lograr suplantarlo a él?
A pesar de tanto dolor,
poco a poco la niebla se fue disipando. Las dosis cada vez más reducidas de
medicamentos la fueron trayendo irremediablemente a esta horrible realidad.
Tenía que seguir adelante y unas vacaciones sin nadie que tratara de indicarle
cómo encarar su vida se le antojaron ideales.
El clima sin embargo le
jugaba una mala pasada ¿o quizás estaba en consonancia con su estado interno?
Se le ocurrió ir hasta el Torreón del Monje, con ese día y ese clima
probablemente estaría desolado ¿Quién pensaría ir, en medio de la tormenta, a
caminar por la rambla?
Susana comprobó con
placer que había sido una decisión acertada. Los turistas habían desertado. Las
olas se estrellaban con violencia contra el acantilado y el viento barría furiosamente
la explanada del Torreón.
Esa imagen la retrotrajo
a su infancia, a las historias de la abuela Belarmina, la abuela con nombre de
hada o de princesa de cuentos que siempre la hechizaba con su caudal de
historias fantásticas, tenía una para cada ocasión:
—Abu ¿es cierto que el Torreón estuvo
habitado por un monje que enloqueció de amor por una india y su fantasma sigue
recorriendo la torre?
—¡Jajajajajaja! No querida ¡qué idea!
Es sólo un invento para los turistas. Nunca hubo un monasterio ni ningún monje
allí. Pero el Torreón fue construido en el Acantilado de las Ánimas y de eso sí
hay que tener cuidado.
—¿Las ánimas? ¿Qué son, Abu?
—Almas en pena de personas que se
anclaron al sufrimiento y desearon morir para evitar el dolor, no creyeron que
podían superarlo y quedaron encadenadas al acantilado.
—¿Y están siempre en pena? ¿No pueden
dejar el acantilado?
—No, no pueden. Quién decide atarse
al dolor en vida queda encadenado a él por toda la eternidad. Además, esas
ánimas se ocupan de atraer y encadenar a otros porque no soportan la soledad.
—¡Abu, no quiero que me encadenen al
acantilado!
—Entonces encargate de disfrutar al
máximo los momentos felices y de dejar atrás los momentos difíciles por
dolorosos que éstos sean y nada ni nadie va a encadenarte nunca jamás.
Esa historia que me ponía los pelos de punta parece hoy cobrar vida: la
espuma y las algas dibujan siluetas de cabellos verdosos y túnicas blancas.
Decididamente el recuerdo de la abuela Belarmina y sus cuentos me está
afectando el cerebro, unos pasos más y estaré a salvo en la confitería.
El viento le dificultó
abrir la puerta, el salón estaba en semipenumbra y desolado.
Susana se desplomó en
una silla frente al ventanal que daba al mar. Pidió un café con coñac para
reconfortarse mientras relajaba su mente.
La tormenta no cedía,
muy por el contrario aumentaba su fuerza, los relámpagos la sobresaltaban y
cada trueno le hacía revivir el disparo que se había llevado a Alfredo de su
lado. Otra vez el recuerdo de Alfredo le punzaba el cerebro. Nunca iba a poder
superarlo.
Si al menos la bala nos hubiera atravesado a ambos, estaríamos juntos por
toda la eternidad. Si pudieras venir y llevarme a tu lado, todo volvería a ser
perfecto.
El aroma del café era
delicioso y el calor de la taza le paliaba un poco el frío que le había
penetrado hasta los huesos.
¡Maldito enero! ¡Ni que estuviera en Nueva York! Claro que allá caminando
del brazo de Alfredo el frío ni lo sentía. ¡Otra vez Alfredo! Sí, siempre
Alfredo. Estoy agotada. No logro calmar mi mente. Sólo quisiera dejarme ir,
así, suavemente. Lástima que no guardé un par de frascos de tranquilizantes,
todo sería más fácil ahora. En fin, tendré que buscar otra manera. De todos
modos, seguro que después de la muerte no hay nada, ni felicidad eterna con Alfredo
ni tormento eterno con las ánimas en pena. Son puras patrañas. ¡Y todavía tengo
que volver a enfrentar la tormenta para volver al hotel!
—El toilette está bajando la escalera
al fondo.
¡Uffff! ¿A quién se le ocurre algo tan poco práctico al borde del mar? Esta
escalera, además de mal iluminada, está inundada de niebla ¡Qué asco! ¡Lo que
me faltaba! ¡Casi no se ve nada! Al fin, ahí está la puerta.
—¡Perdón! No la ví.
Ay, qué tonta, no era más que mi reflejo en el espejo. Pero parecía… no,
no, me estoy dejando influenciar por el clima. Imposible limpiar este espejo
empañado. Tengo el pelo hecho un desastre. De todos modos no vale la pena
perder tiempo tratando de peinarme, en cuanto salga, voy a quedar hecha un
esperpento de nuevo.
Casi no se ve el pasillo ¿Desde cuándo la niebla es tan espesa? ¿Por dónde
se sale de este laberinto? No pensé que había caminado tanto acá abajo. ¡Brrr!
¡Qué frío hace! ¿Dónde está la salida?
La bruma la confunde,
está muy densa y le dificulta la respiración, siente que se sofoca en ese vapor
helado y verdoso, de pronto algo aún más húmedo le roza la cara y ahoga un
grito. Vuelve corriendo al toilette y cierra la puerta. El corazón le late tan
fuerte como si fuera a saltársele del pecho.
Parece que allí también
la sigue la niebla. Casi se puede cortar con un cuchillo ¿Será normal en los
acantilados en un día de tormenta? Había un pequeño sillón. Pero ¿dónde?
—¡Usted no debería estar aquí!
—¡Disculpe! ¡No quise molestarla! ¡No
imaginé que estaría limpiando a esta hora! Pero no encontré la salida.
—¿La salida? No es difícil. Sólo hay
que subir la escalera.
—No la ví. Es por la niebla. Está
demasiado espesa, como si quisiera impedir que me fuera. Ya sé, parece una
locura.
—Una locura, sí. Echarle la culpa a
la niebla es una locura. Mejor cuide sus pensamientos, no vayan a hacerse
realidad.
¡Esta mujer está desquiciada! ¡Claro, trabajando acá, no se puede esperar
otra cosa! Es como si estuviera escondiéndose, no logro distinguir sus
facciones.
—Necesito sentarme un momento para
reponerme y recuperar el aliento, luego regresaré al hotel.
—¿Sentarse? ¿Acá? Mejor se va
mientras pueda.
¡Es el colmo de la descortesía! Aunque tal vez tenga razón, la tormenta
empeora. ¿Y si después no puedo salir? ¡No tengo señal para pedir un taxi!
—Ningún auto vendría con este clima.
Los rayos pueden ser terribles en un día como hoy.
¡Rayos! ¡Lo que faltaba! ¡Ojalá un rayo me parta y me lleve con Alfredo!
¡Ojalá…!
Una gran explosión y una
luz blanca incandescente lo cubre todo por un instante. Luego, otra vez la
niebla gris y húmeda. El toilette vacío y el piso cubierto de musgo…
Sólo que ahora, el
acantilado de las ánimas ha cobrado una nueva presa que, encadenada a las
rocas, espera atraer a otros para hacerle compañía.
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